martes, 19 de enero de 2010

Delhy Tejero

“Las maletas no se enfrían nunca para mí. Parece que en mi destino tengo siempre un equipaje a punto para escapar…”



Delhy Tejero en el año 1938 en París

Una artista que no se reconocía en ninguna corriente estética, que investigaba, buceaba en el surrealismo, en la abstracción o en el realismo.




La pintora errante

"...En 1925, una jovencita Adela Tejero logra el permiso paterno y se traslada a Madrid. Las enseñanzas academicistas le inspiran terror: “Toda la vida estuvo contra mí la Escuela de San Fernando con un profesorado anticuado” –se refiere a Romero de Torres, Blanco Coris o Moreno Carbonero–. Acabada su formación, consigue una beca para ampliar estudios de pintura mural. Entra en la residencia de señoritas de María Maeztu, vinculada a la Residencia de Estudiantes. Las turbulencias políticas obligaban a las pupilas de la señora Maeztu a esconderse cuando cambiaba el Gobierno. La residencia repartía a las chicas por casas particulares, y a Delhy le tocaba habitualmente en casa de don Ramón del Valle-Inclán. Con su amiga Josefina Carabias ofrece sus dibujos a periódicos y revistas, y decora algunos establecimientos madrileños en un ostentoso estilo art déco, como, por ejemplo, la perfumería que tenían los padres de Rosario Nadal, la primera mujer de Cela, en los bajos del Palacio de la Música de la Gran Vía de Madrid.
En 1931 consigue la cátedra de Pintura Mural de la Escuela de Artes y Oficios, en Madrid. En uno de los rascacielos de la Gran Vía madrileña, el edificio de La Prensa, en la plaza del Callao, Delhy consigue un estudio propio (lo conservaría hasta su muerte, en 1968) y pinta los techos del cine instalado en los bajos del inmueble. Con dinero y amores, la artista decide pasar un verano africano. Es el año 1936. El 18 de julio emprende viaje de regreso a España desde Tetuán, donde las autoridades le indican que no puede volver a España porque ha estallado una revuelta militar. Escribe en su diario una frase absurda: “Qué lata, 400 kilómetros para nada”. Sola y sin dinero, pasa cerca de dos meses en Fez, hasta que a mediados de septiembre consigue volver a España desde Casablanca, por Lisboa, hasta Salamanca, donde, paradojas de su vida, la detienen por espía. Delhy Tejero, morena, guapa, libre y siempre solitaria, vestía de forma extravagante –ella misma se diseñaba los vestidos–, fumaba en boquilla, llevaba las uñas pintadas de un rabioso color azul marino y su aspecto era llamativo. Una mujer como ella, sola, en la plaza Mayor de Salamanca, la capital de un victorioso general Franco, un hervidero de militares y falangistas, a la fuerza había de despertar atención y comentarios. Mientras espera pacientemente la salida del coche de línea para Toro, se le acercan dos hombres de la policía secreta y le dicen que les acompañe discretamente y sin resistencia al Gobierno Civil. Cuando Delhy muestra su documentación, todo se vuelve más complicado. Procede de Casablanca. En su pasaporte consta que ha salido de Madrid y vuelve por Marruecos. Los militares no se creen que sea una señorita de Toro y la ponen a prueba: “¿Conoce usted a Jerónimo X…?”. “Sí, señor”, responde ella, “es tratante de cerdos y vive enfrente de mi casa de Toro”. Prueba superada. El gobernador civil es quien se encarga de llevarla en su coche hasta Toro.
Delhy se encuentra con los amigos de la juventud (Suevos, García Viñolas...) instalados en el nuevo régimen, mientras ella no puede volver a Madrid, ni a su estudio ni a su cátedra dotada por la República. Gracias a un amigo, le ofrecen un trabajo en Salamanca, posiblemente en la universidad, pero no soporta el clima franquista y se vuelve a Toro, donde trabaja como profesora de dibujo y le encargan la decoración del hotel Condestable, en Zamora. Pilar Primo de Rivera le pide que decore el castillo de la Mota. Se niega. “Tenía una especie de aversión instintiva al franquismo, aunque ella no era en absoluto roja; sólo republicana, que era en lo que se había formado. Pensaba que aquella guerra iba a durar poco y no se quería involucrar. Tenía la rebeldía del artista. Podría haber sido la Ávalos (el escultor que hizo el Valle de los Caídos) del régimen”, asegura su sobrina María Dolores Vila.
Cuando cobra el mural del condestable, pide permiso a la autoridad para viajar a Italia. Llega hasta Florencia, y allí trabaja y estudia la pintura mural. Pero aquel ambiente le parece provinciano. Ve de nuevo uniformes, camisas negras, y no lo soporta. Odia la Italia fascista. Errante otra vez, viaja a Nápoles, y a Capri. “Tengo que irme de los sitios para echarlos de menos”, escribe. Duda entre instalarse en América o en Francia. Opta finalmente por París.
Es el año de la Exposición Universal. Delhy se acerca a visitar el pabellón español –“me encontré con los artistas, hablé con ellos de nada, lo vi bien y estuve sufriendo por la pobre España”– y se presenta a Picasso (más de una vez lo recuerda en sus cuadernos y se lamenta de no haber fomentado su amistad). En la capital francesa toma contacto con lo que ella llama “los artistas de la miseria”, “los mediocres de San Fernando”. Y escribe: “Distingo con sólo verlos a los que son de derechas”. Se mueve entre exiliados y traba amistad con la pintora Remedios Varó y con Óscar Domínguez, quien la introduce en el surrealismo. Delhy Tejero se encuentra a gusto en París, con los ojos abiertos a las nuevas corrientes pictóricas. Participa en la gran exposición surrealista que organiza André Breton en febrero de 1938.
Vende algunas pinturas y retratos, y sobrevive con dificultad. Echa de menos a su familia y se refugia en su nuevo amor, un pintor italiano, Bianchi, quien la introduce en la Escuela Teosófica. Delhy reniega del surrealismo, borra sus huellas y su pintura se llena de motivos religiosos. En París se escuchan rumores de guerra. Los alemanes están a punto de pactar con el Gobierno de Vichy. Algunos amigos aconsejan a Delhy que se vaya de allí: “Con su aspecto de semita, se la llevarán enseguida...”, le advierten. Regresa a España, de donde ya no saldrá, el 28 de agosto de 1938.
La frescura de París se marchita en cuanto la pintora pone un pie en la ciudad zamorana de Toro. Se da de bruces con la realidad: compañeros muertos, en el exilio o instalados en el régimen franquista, y “Delhy no era ninguna heroína, sólo una exiliada moral, aunque sin convicciones políticas”. Regresa a Madrid y se encuentra con un expediente por haber abandonado sin permiso sus clases en la Escuela de Artes y Oficios. Los cuadernines en los que escribía sus pensamientos más íntimos se llenan en esa época de anotaciones desesperadas: “Desde pequeñita he sido vieja… Recuerdo estar triste y atormentada porque era vieja”.
Poco a poco, retoma su actividad y los encargos se suceden. Pinta iglesias (retablo de la iglesia del Plantío, en Madrid), cines, un comedor de auxilio social, gana el concurso para pintar el mural del Ayuntamiento de Zamora..., y en 1953 es la única pintora que participa en la exposición de arte abstracto de Santander junto a nombres de la vanguardia como Saura o Millares. La crítica la respeta. Camón Aznar o Lafuente Ferrari escriben maravillas de su pintura, pero Delhy Tejero siempre se queda a las puertas de algo. Le prometen premios que no le dan. En 1965, el Premio Nacional de Pintura se lo arrebata Daniel Vázquez Díaz. Se siente ninguneada. “Yo creo que les molestaba su independencia”, asegura María Dolores Vila.
La vida de Delhy Tejero entra en una espiral neurótica. Se oculta detrás de gafas negras, a lo Ava Gardner; se niega a que le hagan fotografías y, con tal de no decir su edad, niega entrevistas, citas…; lo que sea para preservar una coquetería enfermiza. “Cuando murió, en 1968, me hizo prometer que destruiría todos sus documentos donde aparecía su fecha de nacimiento”. Tenía 64 años y el periodista Tico Medina, que nunca pudo acercarse en vida a ella, escribe: “Ha muerto Delhy Tejero, la mujer de los ojos misteriosos que jamás pude conocer”. Delhy Tejero, la pintora surrealista, informalista, figurativa, la mujer que tenía pena de su nombre, lo dejó escrito: “Cuando me muera, no me gustaría que me pusieran flores en mi tumba porque las raíces me llegarán a los ojos y me entrarán por la boca…”.

Extracto de reportaje La pintora errante de Julia Luzán en el Diario El País

Othon & Tomasini

Othon & Tomasini en Santiago de Compostela 2008

El original repertorio del pianista griego Othon Mataragas acompaña la voz del performer italiano Ernesto Tomasini



El compositor y pianista griego Othon Mataragas es el nuevo enfant terrible de la escena musical alternativa. Empezó a tocar el piano con tan solo cuatro años y ha conseguido crear un repertorio ecléctico con un toque muy personal. Por su parte, Ernesto Tomasini es un cantante y actor italiano afincado en Londres que brilla en diversos géneros teatrales como la comedia, el canto o el cabaré. Además de sus cualidades interpretativas, la voz de Ernesto es única: un poderoso falsete y un fascinante registro de cuatro octavas y media lo convierten en un intérprete capaz de atreverse con cualquier papel operístico. Juntos forman Othon & Tomasini, una excéntrica pareja que consigue seducir por igual a audiencias y críticos allí por donde pasa.

Othon Mataragas



Ernesto Tomasini